Fueron 48 horas de demostraciones de afecto y entendimiento.
Llámenme cursi o contemporánea; júzguenlo utopía o amor. Lo cierto es que aún después de todo este tiempo, puedo jactarme de conservar la dicha en mi espíritu que dejó ese imprevisto.
Y es que no estamos hablando de cualquier mirada. Me refiero a unos ojos serenos, apacibles, devotos; pero lo más importante para que una mujer se doblegue: honestos y espontáneos; de esos que de verlos dan ganas de aplaudir.
Para los que estamos viajando, sabemos que los eventos con tintes románticos son muy subjetivos. El estar en constante movimiento dificulta (más no imposibilita) consolidar lazos más allá de una sincera amistad.
Pero es justamente ahí donde radica la integridad del sentimiento. La consciencia del presente como único recurso; la optimización del momento como promesa de amor.
No me queda más que ofrecerle toda mi gratitud a esa acertada mezcla de genes, resultado de una precisa combinación de raíces. Y por supuesto, a esa energía llamada coincidencia que coordinó el encuentro de dos desconocidos en medio de una aglomeración política, colmando mi alma de sobreabundancia y buen humor.
Finalmente, ¿acaso no es nuestra libertad cognoscible elegir con quién se comparte el mundo? ¿Es posible enamorarse viajando?
Artículo escrito por: Claudia Álvarez
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